Roma, la gran Roma. Capital de uno de los Imperios más poderosos que jamás se posaron sobre nuestra Tierra. Aroma de grandeza y excelencia desprendido y cristalizado en todos los que fueron sus asentamientos haciendo de ellos museos a gran escala. Y cómo descubriremos hoy, llegaron a construir monumentos literalmente de sus escombros… Como el curioso caso del Monte Testaccio o Monte dei Cocci.

En sus años mas prósperos (siglos I – III d.C.), Roma fue una ingente consumidora de recursos. Grano, carne, metales, madera y muchos otros productos viajaban a diario desde toda la geografía del imperio hasta los muelles de el Tíber. Un arsenal logístico que ponía su coma en este puerto. Desde él eran trasladados los productos hasta la Antigua Roma para ser comerciados en los mercados.
Entre todos esos productos destacaba uno. Sello de identidad de una nación mediterránea. El oro verde, el aceite milagroso, el aceite de oliva… Y es que el aceite no solo era alimento, era también medicina, cosmético, conservante, y la energía que iluminaba todas las ciudades romanas.
Y como no podía ser de otra manera, este emergía de las Tierras de la Bética en Hispania. En esta fértil región mediterránea, Sol y Tierra fabricaban y sutilizaban el mas exquisito de los aceites. Los romanos eran conocedores de esta excelencia y calidad del aceite de oliva hispano. Y para fortuna del paladar romano a finales del siglo II a.C. Roma venció a Cartago. Con lo que pudo hacerse con sus colonias en Hispania y ello condujo a una gran oportunidad.
Hispania disponía de grandes tierras aptas para el cultivo del olivo y… en cuestión de unos pocos años estas grandes extensiones fueron cubiertas de olivares. Cuyo producto derivado estrella era exportado a la capital y las grandes urbes del imperio
El viaje del oro verde
El gran viaje del oro verde iniciaba en la Bética y seguía por tierra hasta los muelles situados a las orillas del río Guadalquivir y del Genil donde era cargado en las ánforas. La producción de ánforas en los alfares estaba situada junto a los muelles. Desde aquí eran embarcadas las ánforas cargadas de aceite en grandes barcazas y conducidas por las calmas aguas hasta Hispalis, la actual Sevilla. Desde Hispalis se cargaba el aceite a embarcaciones más grandes y dotadas, capaces de transportar grandes cantidades del oro verde y cruzar el mediterráneo. En cada escala y proceso de esta espectacular cadena logística se dejaba una marca en la superficie de las ánforas. Desde el alfarero, hasta los impuestos a pagar en los pasos por puertos dejaban huella sobre la terracota. Esta inscripción comercial era conocida como titulus pictus. Gracias a esta inscripción se ha podido descifrar este gran viaje. El codiciado aceite de oliva llegaba al puerto de Ostia y desde allí era remontado a través de barcazas sobre las aguas del río Tíber hasta el puerto fluvial de Roma.
Cada una de las diferentes materias primas y productos desembocaba en una zona. En el caso del aceite de oliva, el vino y las salsas, su destino era el barrio de Testaccio. Aquí, luego de un largo viaje eran desembarcadas las mercancías. Las ánforas eran vaciadas en almacenes y carros con odres de piel de vaca. Estas ánforas o cascos vacíos no podían ser devueltos puesto que los barcos volvían a ser cargados con otras mercancías que eran demandadas en las otras provincias. Entonces estas ánforas vacías empezaron a ser arrojadas al río hasta que en cierto momento, la monstruosa cantidad de deshechos empezó a suponer un problema que dificultaba la navegación. Un fenómeno que manifiesta la fuerza de la huella humana extendida en el tiempo. Pero aún más patente y prominente serían los efectos de la resolución de este conflicto. Pues luego del incidente se optó por arrojar las ánforas a una zona cercana al muelle de Testaccio.
Día a día, mercancía a mercancía, ánfora a ánfora, durante un período de más de tres siglos. La constancia esculpió sobre lo que empezó siendo un vertedero de ánforas vacías, y labró una espectacular colina artificial que sería bautizada como el Monte Testaccio. Bautizado así por provenir del latín testa, o trozo de cerámica.

Por bastante tiempo se pensó que esta colina era una montaña funeraria, también se llegó a especular con que el gremio de los alfareros romanos estaba ubicado ahí. Y es que los romanos no solo habían levantado una colina… Habían levantado un aura de misterio y intrigante juego para los arqueólogos.
Arquitectura del Monte Testaccio
Este espectacular montículo no se edificó de forma aleatoria sino que su arquitectura demuestra que su disposición en realidad respondía a un sistema. Eso constataron los primeros arqueólogos en estudiar el Monte Testaccio en el siglo XIX como Henrich Dressel. Observaron en los cimientos que se trazó un perímetro con los límites bien definidos. Estos muros estaban hechos con ánforas enteras llenas de piedras para sostener el propio peso de los trozos, muros de retención. La arquitectura estaba conformada por varios niveles superpuestos. Cada nivel diferenciado del anterior a modo de pirámide. Se han identificado 3 fases o niveles en el alzamiento de la estructura. La primera comprendería desde el 74 a.C. hasta el 149 d.C. La siguiente se extendió hasta el 230 d.C. Y la tercera y última se encuentra aún en investigación… Aunque la erosión y el tiempo acabaron por hacer de esta estructura piramidal un montículo difícil de distinguir de una formación natural.
Gracias a toda esta base arquitectónica es que el Monte Testaccio pudo alzarse nada menos que 35 metros (54 m.s.n.m.) desde su base de 20.000 metros cuadrados. Y probablemente fue mucho mayor pero la erosión y la atracción de llevarse piezas de esta riqueza cultural condujeron a mermar una parte. En cualquier caso, una obra que deja patente la mella del tiempo y la obra humana. Una colina triangular donde se estima que se depositaron nada menos que 53 millones de ánforas rotas. En su mayoría (80%) procedentes de tierras andaluzas aunque también se han encontrado en menor cantidad procedentes de la Tripolitania (17%) y el 3% restante proveniente de la Galia así como otras regiones de Italia y incluso algunas piezas de regiones orientales.

La riqueza del Monte Testaccio
Puede que no sea una montaña de preciosas joyas y oro pero su riqueza es innegable. Estamos ante una colosal base de datos histórica de gran detalle dónde está registrada la actividad comercial de una de las culturas más fascinantes.
La curiosa forma de las ánforas
Curiosamente estas ánforas que llegaban a los cien quilos con el contenido no contaban con una base para apoyarlas. Si bien eran de fácil manejo gracias a su asa redondeada y de gran tamaño. Ni las destinadas al transporte de aceite ni las destinadas al transporte de vino algo mas alargadas y estrechas, contaban con una base. Pero esto, como casi todo, tenía una explicación lógica. Y es que estas habían sido diseñadas para los largos viajes en barco a fin de evitar que estas fueran arruinadas durante fuertes oleajes o tormentas. La forma permitía que dispuestas y enterradas parcialmente sobre una base de arena y separadas y equidistantes se pudieran amontonar. Creando una primera capa de ánforas sobre la cuál se llenaba con paja hasta casi cubrir la primera capa y en los huecos originados entre las ánforas de la primera capa se colocaba el segundo nivel de ánforas y así sucesivamente se disponían todos los niveles hasta llenar la bodega del barco. Una brillante disposición.
Curiosidades finales
Al parecer las ánforas se trasladaban enteras desde los muelles hasta el Monte Testaccio. Muy probablemente en grupos de cuatro o animales de carga como burros o mulas. Luego se esparcía cal sobre los recipientes a fin de evitar inundarse de malos olores propios de la putrefacción o enranciamiento del aceite.
Se calcula que el aceite que se portó en esos millones de ánforas pudo abastecer la mitad de la dieta anual de seis litros de aceite de 1 millón de personas durante un período de 250 años…
Desde CAOXMOS ha sido un placer aportar tan valioso y trepidante conocimiento.